En la oscuridad, los opuestos se
invierten. Los rincones conocidos y hogareños se transforman en lúgubres
escondites; los objetos pasan a ser sombras acechantes y los habituales sonidos
se convierten en misteriosos y atemorizantes.
Igual que nuestras pupilas
cambian al desaparecer la luz, nuestra mente modifica su método. La seguridad y
la tranquilidad de saber que estamos en nuestro hogar son reemplazadas por una
molesta incertidumbre, como si una vocecita maligna nos advirtiera al oído que
nada es lo que parece en el reino de las sombras.
La fría lógica que acompaña
nuestros días desaparece en nuestras noches. Los miedos más guardados se
desprenden de su óxido para volver a aterrorizarnos con bestias increíbles y
monstruos ficticios. Están ahí, debajo de la cama, acechando y esperando
nuestros descuidos para atraparnos.
Cerramos los ojos, intentando escapar
del delirio opaco y lóbrego de nuestras pesadillas nocturnas pero ya no somos
aquellos niños que podían disipar sus temores con sólo prender la lámpara de
noche. Hoy nuestros miedos, nuestros monstruos existen a la luz de sol y bajo
el brillo de la luna. Son pálidos y ásperos y se mueven como gusanos,
carcomiendo nuestras defensas y dándonos escalofríos.
Quizás por ser adultos debamos
jugar nuestros papeles de valientes. Sin embargo, todos somos niños cuando
apretamos el interruptor. Las sombras nos rodean, nos abrazan y no nos dejan
ir.
El 80% de la información que recibe el cerebro proviene de la visión. Cerrar los ojos es vital a la hora de concentrarse y relajarse. De ahí que la mayoría de las ideas surjen antes de dormir. Consejito: Lapiz y papel a mano en la mesita de luz ;)
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