Salí al corredor y me dirigí a la
puerta de entrada, sin más preámbulos. Iba caminando con pasos seguros,
decidida a irme pero deseando internamente que alguien me detuviera, que me
dijera que aquello era una locura y que ese era mi hogar. Apoyé mi mano sobre
el picaporte y permanecí inmóvil, intentando escuchar a mis padres que aún
estaban en el comedor.
El silencio era absoluto. Nadie
vendría a interrumpirme ni abrazarme ni consolarme. Nadie en esa casa me
extrañaría, nadie sentiría mi falta porque sencillamente nunca había formado
parte de esa familia.
Con esos lúgubres pensamientos en
la mente, me zambullí en el helado aire invernal de la calle. El sol de
mediodía brillaba sobre mi cabeza pero su fulgor no alcanzaba para paliar el
frío viento que atravesaba mi campera de abrigo como una cuchillada.
Apresuré el paso y me dirigí a la
avenida principal. Luego de caminar unas cuadras, me encontré calada hasta los
huesos y decidí que era mejor buscar resguardo. Me detuve frente a un bar que
parecía acogedor y sin pensarlo dos veces, entré.
Agradecida por el calor que
reinaba en el local, busqué la mesa más alejada de la puerta y me senté.
Observé a las personas a mi alrededor y ninguna llamó particularmente mi atención.
Todos parecían personas que estaban esperando que fuera la hora de entrar de
nuevo al trabajo, personales normales con vidas normales e historias normales.
Todos parecían formar parte de
ese cuadro mundano y apagado, excepto un anciano que estaba sentado en la
esquina opuesta a mi mesa. Traía un abrigo hecho de pequeños retazos de telas
de diferentes colores, a pesar de lo sofocante del ambiente y parecía inmerso
por completo en la lectura de un pequeño libro de tapas azules y desgastadas.
Su rostro estaba semioculto y sus cabellos entrecanos tapaban las letras
doradas y borroneadas del título.
Había algo en ese sujeto que
despertaba una profunda curiosidad y decidí que me le acercaría, para al menos
intercambiar un par de palabras.
Me levanté, llena de ansiedad y
acorté la distancia entre nosotros, exprimiéndome el cerebro para encontrar una
frase adecuada para iniciar una conversación. Finalmente, me encontré frente al
hombre, con la mente en blanco y sin poder decir nada más que:
-Me gusta su abrigo.
El viejo levantó la mirada y me
encontré con unos ojos verdes extremadamente amables. Sus labios se curvaron en
una cálida sonrisa y pude distinguir una pequeña cicatriz justo debajo de su
nariz.
-Gracias- murmuró, invitándome a
sentarme junto a él- Fue regalo de una amiga muy querida.
-¿Puedo preguntarle por el libro
qué está leyendo?
-Creo que de hecho ya me estás
preguntando, querida- dijo, soltando una breve carcajada- Este libro es mi
único compañero en estos días de clima hostil, y no me refiero sólo al frío.
-Oh, no se preocupe. Entiendo de
qué habla.
-¿Has huido de tu casa, verdad?
Asentí, sorprendida. Aquel
anciano realmente me agradaba. Había algo en su manera de hablar que me
reconfortaba.
-Se te nota en tu rostro que no
tienes a dónde ir- explicó, al ver mi expresión- He pasado por eso, mi niña.
Pero puedo asegurarte que si lo has hecho para liberarte de alguna prisión, sea
cual fuere, has tomado la mejor decisión de tu vida.
Lo miré, incapaz de contestarle.
La ternura en la voz de aquel hombre derribó todas mis barreras y no pude
contener mi angustia por un segundo más. Amargas lágrimas comenzaron a rodar
por mis mejillas y él tomó mi mano, en señal de apoyo.
-Llora tranquila, querida. Purgar
las penas con un llanto ayuda a seguir.
Me desahogué como nunca antes y,
al cabo de unos minutos, me sentí librada de un gran peso. Esbocé una sonrisa
compungida y me enjugué las lágrimas con el dorso de mi mano.
-¿Estás mejor, no es cierto?
-Sí, mucho mejor.
-Bueno, me alegra escuchar eso-
dijo, devolviéndome la sonrisa- Por cierto, no nos hemos presentado. Mi nombre
es Albano.
-Yo soy Dana.
-Encantado de conocerte, Dana-
comentó, teniéndome la mano para que la estrechara- ¿Te gustaría una taza de
té? No he desayunado como corresponde esta mañana.
-Yo no he almorzado- confesé.
-¡Oh, no! Eso no puede seguir
así- dijo y llamó a la camarera con un gesto.
-¿En qué puedo servirles?-
preguntó la joven, al acercarse.
-Traiga dos menús del día, por
favor.
-En seguida.
-Mientras esperamos… ¿no te
gustaría contarme cómo llegaste aquí?- sugirió, mirándome fijamente.
Inspiré hondo y me dispuse a
contarle mi historia a aquel hombre misterioso.
Yo quiero escuchar esa historia (o sería mejor decir leer ?) xp
ResponderEliminar¡Hola! ¿cómo estás? Me gusto muchísimo esta segunda parte del primer capitulo ^^. Te seguiré leyendo, porque muero por escuchar la historia de Dana (por cierto, es un hermoso nombre)
ResponderEliminarAdiós, y te cuidas mucho.